Es de noche ya. No he mirado el reloj al venir, por lo que desconozco cuántas horas llevamos aquí. Ahora ya hace frío. Cuando hemos llegado, como que aún daba el sol, hacía más bien calor. Todavía más si a ello le sumamos el calor humano de la muchedumbre que, agolpados sobre las vallas protectoras, tratábamos de buscar un hueco entre las cabezas, para poder ver algo.
Pero yo sabía que todo era cuestión de paciencia. Como ya había previsto, lentamente, todo ese gentío ha quedado en menos de la mitad. El frío, que poco a poco se va colando, a pesar de la ropa, el dolor de pies, el interminable rato entre un paso y otro y los niños con su “cuando nos vamos”, han causado estragos y, poco a poco, muchos han abandonado. De tal forma que ya sólo quedamos unos pocos viendo la procesión. Teniendo, además el privilegio de elegir sitio y buscar el mejor ángulo para poder sacar alguna foto.
Reconozco que en varias ocasiones, yo mismo he pensado en irme también, pues he sentido idéntica debilidad, pero algo me impulsa a quedarme, a esperar a ver el siguiente paso.
Pero es que el rato entre un paso y otro se hace eterno. No imagino cuántos nazarenos pasan. Recuerdo siempre el miedo que me daban de pequeño aquéllas figuras encapuchadas, que se me asemejaban a fantasmas. Aunque muchos otros van a cara descubierta, muy bien peinados y acicalados.
Me pregunto cuántos de ellos realmente sienten lo que están haciendo. Pues he podido contar a un puñado de ellos, que conozco, y que el resto del año se lo pasan despotricando contra todo lo relacionado con la Iglesia y la fe Cristiana.
El retumbar de los tambores anuncia la llegada de un nuevo paso. El esfuerzo de los costaleros se puede notar desde aquí. Y el balanceo del paso, al compás de los tambores, las cornetas y las expresiones en los rostros de las figuras, magistralmente esculpidas, hace que me olvide, momentáneamente, del frío y el dolor de pies.
Así, lentamente, va pasando toda, hasta que llega el final. No sé cuantas horas hemos estado. Cada año me digo a mí mismo que no la voy a ver toda y, al final, siempre acabo viéndola entera. Pero es que algo especial me hace quedar hasta el final. Algo hace que, cuando ya la he visto, me hace sentir bien.
MANOLO
Pero yo sabía que todo era cuestión de paciencia. Como ya había previsto, lentamente, todo ese gentío ha quedado en menos de la mitad. El frío, que poco a poco se va colando, a pesar de la ropa, el dolor de pies, el interminable rato entre un paso y otro y los niños con su “cuando nos vamos”, han causado estragos y, poco a poco, muchos han abandonado. De tal forma que ya sólo quedamos unos pocos viendo la procesión. Teniendo, además el privilegio de elegir sitio y buscar el mejor ángulo para poder sacar alguna foto.
Reconozco que en varias ocasiones, yo mismo he pensado en irme también, pues he sentido idéntica debilidad, pero algo me impulsa a quedarme, a esperar a ver el siguiente paso.
Pero es que el rato entre un paso y otro se hace eterno. No imagino cuántos nazarenos pasan. Recuerdo siempre el miedo que me daban de pequeño aquéllas figuras encapuchadas, que se me asemejaban a fantasmas. Aunque muchos otros van a cara descubierta, muy bien peinados y acicalados.
Me pregunto cuántos de ellos realmente sienten lo que están haciendo. Pues he podido contar a un puñado de ellos, que conozco, y que el resto del año se lo pasan despotricando contra todo lo relacionado con la Iglesia y la fe Cristiana.
El retumbar de los tambores anuncia la llegada de un nuevo paso. El esfuerzo de los costaleros se puede notar desde aquí. Y el balanceo del paso, al compás de los tambores, las cornetas y las expresiones en los rostros de las figuras, magistralmente esculpidas, hace que me olvide, momentáneamente, del frío y el dolor de pies.
Así, lentamente, va pasando toda, hasta que llega el final. No sé cuantas horas hemos estado. Cada año me digo a mí mismo que no la voy a ver toda y, al final, siempre acabo viéndola entera. Pero es que algo especial me hace quedar hasta el final. Algo hace que, cuando ya la he visto, me hace sentir bien.
MANOLO
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